sábado, 13 de noviembre de 2010

Jueves

Una vez por año, y en bandadas de a dieciocho, las golondrinas migran, cambian de lugar.
Se mudan, sin más que sus compañeras y sus alas, en busca de cielos más cálidos.

Los colibríes nunca dejan de batir las alas, éstas son tan pequeñas que necesitan estar en constante movimiento para poder sostener a su portador.
Al quemar tanta energía, los colibríes no pueden pasar más de diez segundos sin ingerir néctar. Necesitan alimentarse constantemente para poder sostenerse.

Un día, se derritió un glaciar. El agua que lo constituía se evaporó para después precipitar, obstinada en su helada naturaleza, en forma de nieve.
Ese día, las golondrinas habían decidido desviar para probar ese nuevo cielo que habían descubierto.

Una noche, se taló una flor, que no pudo llorar su néctar.
Esa noche, un colibrí había decidido desviar para probar esa nueva flor que había descubierto.

Cuando las golondrinas descubrieron que ese cielo no tenía calor, volaron lo más rápido que pudieron hacia otro que sí lo tuviera. Tardaron un año.

Cuando el colibrí descubrió que esa flor no tenía néctar, voló lo más rápido que pudo hacia otra que sí lo tuviera. Tardó doce segundos.

Para cuando llegaron, las alas ya no se movían.

Contando las de la flor y la del glaciar, veintiún vidas y un millón.

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