domingo, 11 de abril de 2010

Vaivén

Jaime era pobre. Todo lo que vivió hasta los 15 años, todo lo que hizo, lo hizo de la más pura y menos usada manera: trabajando. Pero no trabajo de ese con sueldo, con jornada limitada, con derechos y obligaciones; sino del trabajo ese que exige trabajar, poner toda la fuerza para ganarse el pan, o al menos lo que más se le parezca.

Cuando cumplió tres años, Jaime empezó a trabajar. Nunca pidió nada a cambio, nunca se rebeló contra nadie, nunca reaccionó ante las humillaciones ni el maltrato ni las violaciones. Nunca se quejó de nada.

Lo único que alguna vez deseó Jaime eran esos zapatos. Esos zapatos blancos casi marrones, esos de pez del desierto, con suela de más de dos milímetros. Esos zapatos de corte elegante y majestuoso que le tapaban la luz, esos zapatos que le darían poder, como al hombre que se llevó a su madre niña. Tanto poder como el hombre que desvirgó a la muchacha en aquel callejón junto al colegio, tanto poder como el hombre que lo llevó a trabajar para siempre. Jaime tendría ese poder, pero no el poder de secuestrar y violar jóvenes, de abandonar niños. El poder de separar esos zapatos del suelo, y llevarlos lejos, muy lejos, para siempre. De volar, tan alto hasta encontrarse con su madre niña, y dejar abandonados los zapatos, tal como ellos habían hecho un día con él. Dejarlos solos, a la intemperie, donde nadie jamás pudiera volver a usarlos para dar luz a sombras condenadas, sombras de zapatos.

Cuando faltaban dos días para que cumpliera dieciséis años, Jaime vio pasar esos peces de blanco, esos zapatos de sombra. Los vio pasar por debajo de la puerta del baño que le tocaba limpiar esa semana. Al ser una estación de trenes, sin embargo, las almas y las sombras cambian de lugar, cambian de estación. Así que abandonó su pan del día para enfrentar al resto de su vida. Alcanzó a dibujar los zapatos cuando se cerraba delante de ellos la última puerta del último vagón del último tren a la India. Y a pesar de que el tren se alejaba, Jaime supo que no estaba perdido. Dos días y dos noches esperó en la estación, dos días, dos noches, millones de miradas de desprecio y ninguna moneda. Cuando Jaime cumplía dieciséis años, partía en tren a la India, dejando atrás su infancia y su hogar, si es que los tuvo.

Jaime llegó a la India dos días más tarde y bajó del tren en la estación. Y por debajo de la puerta del baño vio pasar a esos peces de blanco, a esos zapatos de sombra. Y decidió seguirlos y enfrentar a su portador. Junto a la estación de la India había un puente, y había que cruzar el puente para llega a la India. Mucha gente cruzaba el puente, muchos zapatos iban a la India, pero entre ellos sólo un par de peces. Muchos reflejos bajo el puente, muchas sombras apuradas, pero sólo una de blanco. Jaime corrió. Al grito de "bomba!" todos corrieron. Mucha gente cruzaba el puente, y mucha gente cayó. Muchos zapatos iban a la India y no llegaron, y en el río de gente, dos peces dejaron de nadar. Muchos cuerpos bajo el puente, muchas sombras enterradas. Pero en el puente sólo una.

Todos los zapatos cayeron al río, toda la gente cayó al río.
La guerra terminó, las vidas también.
En el puente, sin embargo, una guerra permanece, unas vidas también. Un zapato blanco con piel de pez y su sombra. Para siempre en la Tierra, donde nadie jamás va a poder volver.

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